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CRÍTICA: 'SIGFRIDO' DE WAGNER EN LA SCALA DE MILÁN, BAJO LA DIRECCIÓN DE DANIEL BARENBOIM

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Autor: Andrea Merli
23 de noviembre de 2012
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DIRECCIÓN MUSICAL DIGNA DE LA SCALA

Milan. SIEGFRIED - Richard Wagner. Siegfried: Lance Ryan. Mime: Peter Bronder. Wanderer: Terje Stensvold. Alberich: Johannes Martin Kranzle. Fafner: Alexander Tsymbalyuk. Erda: Anna Larsson. Brunnhilde: Iréne Theorin. Stimme der Waldvogel: Rinnat Moriah. Director: Daniel Barenboim. Dirección de escena: Guy Cassiers. Iluminación: Enrico Bagnoli. Vestuario: Tim Van Steenbergen. Videos: Arjen Klerkx, Kurt D'Haeseeler Coreografia: Sidi Larbi Cherkaoui. Teatro alla Scala, 18.11.2012

      Una de cal y otra de arena, una ópera de Verdi y una de Wagner. Esta será en la próxima temporada la política de programación en La Scala. Rigoletto y Siegfried, servidos a final de temporada y antes de que llegue la fatídica noche del 7 de diciembre en la que se celebra a Sant Ambrosio, patrono de Milán y día en el que cae la inauguración oficial 2012/13 con el esperadísimo Lohengrin de Her Kaufmann, constituyeron una especie de aperitivo. Fue la demostración evidente de que es mucho más fácil servir un plato fresco del compositor alemán que un refrito del Peppino nacional. Las cosas como son. El público, hasta el que pasa por más exigente, está más dispuesto a tolerar voces más o menos apañadas del canto wagneriano, que también conoce sus crisis, que las destinadas a las operas del Cisne de Busseto, obras en las que los italianos se supone que entienden lo que se canta, la mayoría de las veces sin tener que leer la letra en el respaldo de la butaca.
      La dirección de orquesta estuvo bien enfocada y resultó más participe de lo habitual (hay que aclarar que en la Scala no siempre tocan los mismos músicos: los que ejecutan la música de Verdi no son necesariamente los mismos que tocan Wagner) bajo la batuta de Daniel Barenboim. Con todo, no es que su Wagner haya hecho olvidar de golpe el de Muti en 1997, que también estuvo en su punto. Desde luego, se ha escuchado una dirección que hasta en las pausas resultó expresiva y penetrante. Por fin una dirección musical digna de un gran teatro.

      Los intérpretes pudieron con la ópera, lo que ya es decir mucho. Empezamos por el protagonista, Lance Ryan, tenor ligero, de voz lirica, quizás más apta para un Nemorino. Su voz pasó la barrera de la orquesta gracias a las atenciones de Barenboim, pero no tuvo "squillo" en los momentos culminantes -En el canto exaltado de "¡Notung!" al forjar la espada- careció de apoyo en muchos momentos, resintiéndose con ello la afinación. El cantante parecía llegar fatigado a muchos fragmentos, cantando de fibra más que con una emisión sostenida. Todo el tercer acto estuvo cantado al límite de la resistencia, sobre todo si comparemos su trabajo con el  de la recién despertada Brunilda de la notabilísima soprano Iréne Theorin, pedazo de mujer de voz amplia y sonora, tan solo afectada por un perceptible "vibrato" y con alguna estridencia en el extremo agudo. Unos does lanzados un poco a la buena de Dios, pero con una vehemencia que despertó a más de uno que estaba soñando su apacible y soporífero éxtasis en las aterciopeladas butacas de la sala del Piermarini. Esta cantante volverá cuando el Anillo se ofrezca integral y sin interrupciones. Se puede pronosticar que causará todavía más furor en la Valquiria.
      Las mujeres se hicieron esperar bastante en esta segunda jornada de la Tetralogia, si dejamos de lado las breves frases del Pajarito del bosque, apenas audibles en la débil voz de Rinnat Moriah, "doblada" en escena por una actriz cuando, tras los aplausos finales, se pudo observar que se trataba de otra mujer de gran atractivo físico: misterios de las modernas regias. Las dos damas más importantes llegaron en el tercer acto. La primera en presentarse fue la subterránea y adormecida Erda, que lució mas tipo que voz potente en la bella y sensual mezzo, que no contralto, Anna Larsson. Se entiende que Wotan pasara con ella un buen rato y que de esa siestecilla salieran a la luz las nueve valquirias.
      Wanderer, el viajero sombrío de un solo ojo, tuvo buen plante y óptima voz en el bien proyectado bajo Terje Stensvold, que estuvo correcto en la interpretación. Peter Bronder lució una voz algo gastada por los años y con alguna que otra vistosa oscilación. En cualquier caso, sus características líricas fueron perfectas para encarnar magníficamente al enano Mime. Fue el tenor protagonista de todo el largo primer acto. Bronder también estuvo sensacional como actor y recibió con todo derecho uno de los más convencidos aplausos. Estos se dirigieron también al apenas suficiente Alberich de Johannes Martin Kranzle, barítono de buenas intenciones pero de voz un poco engolada, más bien sorda, y por supuesto al apuesto Fafner, que una vez herido mortalmente  salió de la cascara del dragón, al que dio voz Alexander Tsymbalyuk que pasó de Sparafucile al rol de gigante sin cambiar de técnica, lo que propició una interpretación un tanto ruidosa.

      La producción llevaba la firma, como toda la nueva Tetralogia del reinado Barenboim/Lissner, del flamenco Guy Cassiers, que esta vez ofreció una lectura más tolerable respecto a las dos precedentes. Hubo muy buenos momentos escénicos,  sobre todo en el segundo acto. El bosque estuvo muy bien realizado, con unos troncos que en realidad eran columnas de cadenas colgantes sobre las que se reflejaron luces y videos con efectos muy naturalistas: decorado del mismo Cassier y de Enrico Brignoli, encargado de la iluminación. Proyecciones de Arjen Klerkx y de Kurt D'Haeseeler. El vestuario, sin embargo, pareció una vez más el pretexto para lucir los modelos de Tim Van Steenbergen, afamado diseñador de moda en Bélgica. Ciertos brillos y efectos del tejido no se apreciaron en el teatro, donde las distancias con el escenario hacen que se pierda el detalle. Todos parecían vestidos de la misma forma, lo que resultó confuso en la identificación de los personajes. Este problema ya se había dado en los los títulos precedentes: Oro del Rin y Valquiria. Sin embargo, al director le pareció dar igual. Con todo, las damas lucieron de largo, como elegantes modelos, más adecuadas a un gala de ópera que al nórdico mundo misterioso de los dioses del Walhalla.
       El teatro, en una función matinée de domingo, estuvo lleno pero, con el transcurrir de la función, los huecos fueron aumentando. Intenté convencer a mi vecina de butaca de que lo mejor venía en el tercer acto. Personalmente, en los dos primeros eché en falta las voces femeninas. Pero no hubo manera y se fue, como muchos otros, sin esperar ese gran dúo de amor, sin duda la página más romántica de toda la inmensa obra del genial Wagner, que premia a los que aguantan toda la opera.

 

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